martes, noviembre 15, 2005

Camellos en la pampa


ENRIQUE PROCHAZKA

-Una de las maneras de enfrentar la obviedad es hacer las obvias revisiones que, al parecer, nadie se da el trabajo de emprender.
-Ajá. A mí me dijeron alguna vez que Camus había sido el arquero de la selección argelina de fútbol. Jamás lo he comprobado, pero se lo cuento a todo el mundo.
-Exactamente, a eso me refiero. Repetir que el camello es demasiado obvio para aparecer en el Corán es igual de fácil. El problema de los argentinos es que le creen a Borges, incluso en lo que declaradamente son sus dilectas mentiras.
-¿Quién miente?
-Tus profesores. No, ni siquiera mienten: ignoran. Fíjate: el Azora 22 (Al-Hajj, “La Peregrinación) del Corán anima a los creyentes a acudir a La Meca, y les da orientaciones acerca de los sacrificios apropiados para la ocasión. La traducción oficial islámica al inglés de la IFTA, que cuenta con el sello del Rey Fahd, no sólo dice que hay que llegar a la ciudad santa como un lean camel, como un camello magro que acaba de cruzar el desierto y se ha despojado de su carga mundana (la grasa), sino que además alerta a los creyentes acerca de las bondades de dicha bestia, de lo importante que es para los moradores del desierto, y de los procedimientos especiales de inmolación (nahr) que hay que cumplir para el sacrificio camélido en el altar de Alá, distintos a los aplicables a los demás animales. De hecho, otros versículos, apenas más arriba, proporcionan la doctrina general para el sacrificio animal, asignando así al camello en el lugar especial que ocupa entre los tesoros ancestrales del árabe como la palma, el agua y el dátil, y cuya obviedad no les quita lugar en la literatura; por cierto no en la sagrada. Es verdad que la traducción española de Juan Vernet (Plaza y Janes, 1980) acude a una serie de circunloquios para evitar decir camello en el Azora 22. Dice montura, animales inmolados (en el nahr), etc. Pero incluso esta traducción menciona decenas de veces a la camella sagrada enviada por dios a los tamud (azoras 7, 11, 26 y 54). ¿Acaso es el tema de género es una de las obviedades que la literaturas nacionales deberían esquivar?
-Habría que ver si el género es coextensivo con el sexo en la lengua árabe.
-No es.
-Ni siquiera sabes lo que significa lo que he preguntado.
-No es.
-Ahora, ¿es camella -pero no camello- políticamente correcto en un Corán español? ¿Ha leído Vernet a Borges, o a Simone de Beauvoir?


-No hay que olvidar que el Corán es libro de Alá, pero también de los Sabios y de los Dignos de Alabanza, atributos que convienen a esta exploración de los quehaceres de los escritores peruanos y de la posibilidad de lo que estén haciendo sea literatura peruana. Tampoco perdamos de vista que estas lecciones acerca de la properness de los sacrificios de cuerpos vivos fueron dictadas por un hombre que un año antes se había casado con Aisha, una niñita de diez años. (Antes de que Aisha cumpliera los veinte, las iglesias cristianas de Antioquía, Jerusalén y Alejandría habían caído bajo el sangriento alfanje de la nueva fe. El centro de la cultura occidental y la mayor fábrica de libros iluminados del mundo -la Escuela de Alejandría- se vio asfixiada por el humo de carroña de camello, inspirado por las disposiciones explícitas de el Corán.)

-Yo creo que la literatura peruana contemporánea no tiene características. A duras penas presenta rasgos comunes que pudieran describirse sin otra consecuencia que la de mostrar que uno ha permitido que la búsqueda de unidad en la multiplicidad le altere la percepción de qué es un buen libro. Hoy nuestros autores pudieran ser de cualquier parte. Hace diez años -incluso hace cinco- en nuestro país todavía había que defenderse del indigenismo o al menos de la literatura socialmente comprometida. Hoy, salvo mi abuelo que para todo efecto práctico nació hace dos siglos, nadie cree que haya que hacer un estudio quechuístico para entrar en materias peruanas, y defender el cosmopolitismo ahora es como defender las bondades del aire para la respiración. En algunos autores hay un gusto por la historia (por el desarrollo de aspectos históricos en el plot) pero ya ni siquiera es sólo historia peruana. Creo, sin embargo, que todavía estamos un poco más acá del cosmopolitismo.

-Epicuro, que dotó de contenido al término, no creía que para ser cosmopolita hubiera que ser desarraigado, y en el Jardín un individualismo a ultranza era tenido por receta contraria para la hechura de un cosmopolita. Arraigar en todas partes era el difícil requisito que nadie parecía poder asumir; en parte, porque la mayor parte de los trescientos libros escritos por Epicuro se perdieron en Alejandría, sus humos confundidos con los de pelo de camello. Todavía en 1888 se hallaba insólitos retazos de sus enseñanzas en manuscritos desenterrados en la biblioteca del Vaticano.

-Bueno, pero, con un ojo puesto en repetir el éxito de Un Mundo para Julius, los autores peruanos de hoy han leído Duque demasiadas veces. La literatura peruana contemporánea es escasa en ternura. Hay en ella muy poco desarrollo de los sentimientos hacia el otro; autores y personajes son solitarios. La novela de costumbres actual se lee y se entiende en el micro, sin hablar con nadie salvo a gritos.

-Anoche releí El escritor argentino y la tradición, en busca del contexto de aquella frase relativa al Corán y a los camellos. En primer lugar observé que ese "texto de Borges" es una transcripción taquigráfica de una clase dictada por el chiquillo este, recién renegado del ultraísmo. Apenas empecé la lectura, en el segundo o tercer párrafo, cuando asegura que el tema es un seudoproblema y dice algo así como "desarrollo patético de un fantasma" (estoy en la oficina, no tengo el libro conmigo), creí detectar cierto tono de joda, una exquisitez de esas suyas que es una paradoja que se muestra como tal sólo a unos pocos lectores. Borges se está divirtiendo mucho en esas líneas iniciales. Seguí el curso de la exposición. La había leído hacía años, desde luego, y siempre he estado de acuerdo con el argumento (sólo que -como te dije en la parte uno- representárselo en Lima en 1999 me parece un poco arrastrar los pies). Llegué a la frase de marras, que viene a continuación y como confirmación, lo dice él mismo, de un argumento relativo a la poesía gauchesca como distante de la verdadera poesía de gauchos. De pronto Borges dice que hace unos días ha hallado esta curiosa confirmación de que el color local no es necesario, nada menos que en Gibbon. Muy bien. Me imagino a dos o tres centenares de jóvenes porteños en los años treinta o cuarenta, serios y enternados, escuchando a Borges en un gran salón bien iluminado, presididos por una primera fila de circunspectos doctores y profesores. Borges cita, de pasada y de memoria, el libro L de Declinación y Caída del Imperio Romano; nadie tiene a Gibbon bajo el sobaco, nadie se lo sabe de memoria como este joven anciano, él mismo erudito reflejo de Gibbon. Lo que diga Borges del historiador inglés necesita ser cierto, aunque el historiador inglés se equivoque en su juicio, porque, como ya te lo he mostrado, el Corán está bastante poblado de camellos, y en particular de camellas. Anoche estiré la mano y cogí el Gibbon. El libro 50 narra la aparición de Mahoma entre los árabes, su bienaventurado nacimiento (la noche en que su padre desposó a su madre, narra Gibbon, doscientas vírgenes fallecieron de pena y desesperación. ¿No es esto color local?), y de pronto se las agarra a despotricar en firme contra el Corán, en siete u ocho páginas que de seguro hicieron que los tatarabuelos de los que hoy buscan a Rushdie se metieran sobredosis de haschish, puñal en mano, y surcaran los desiertos y el mar infiel en busca de su garganta.

En resumen, no encontré nada en su admirable prosa a propósito de la ausencia de camellos en el Corán. Claro, en esas páginas Gibbon sí hace algunas observaciones interesantes acerca de cómo las limitaciones del legislador iletrado, suficientes para las pobrezas del desierto arábigo, destacan su flacura ante las riquezas de Constantinopla o de Isphahán (de nuevo, no tengo a Gibbon aquí, así que perdona las inexactitudes). Hace un par de observaciones "interculturales" más, p.ej. acerca de lo simple de la creencia y de cómo esa simplicidad la ha llevado a ultramar sin variación... Busqué más allá, incluso hasta el libro 57 y más, hasta la caída de Constantinopla: nada sobre camellos ausentes.
-¿Qué pasa, entonces?
-Una de dos: o Borges en efecto encontró la cita en Gibbon, en alguna página perdida fuera del contexto arábigo al que yo he restringido mi búsqueda (lo que es muy posible, dado el gusto de Gibbon por las largísimas aposiciones) o todo el asunto es un invento del viejo. Me inclino por esta última posibilidad aun cuando sí hallemos algo en Gibbon, por una razón que concederás acertada: sí hay camellos en el Corán. Y Gibbon no podía dejar de saberlo, pues es claro que lo había leído de tapa a tapa. Borges no, y aquella tarde en la conferencia encontró, sobre la marcha, una manera divertida de acentuar su argumento.
-Y de paso, de meterle una zancadilla a un montón de argentinos...

(Fotomontaje: gfp)

martes, octubre 18, 2005

Genealogía del laberinto

GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU

(Publicado previamente en Puente Aéreo)

Uno escucha laberinto y piensa en Borges. Y después de Borges, uno piensa en Eco y su laberinto librero de monjes asesinos; en Auster y el laberinto neoyorquino que recorre día tras día el sabio alucinado de City of Glass; en Piglia y el laberinto de callejas virtuales que componen La ciudad ausente; uno piensa en Levrero y el laberinto-fortaleza de El lugar; en los cuadros de
Kuitca; en las metáforas de Paz; en el Bolívar de García Márquez.

Y uno tiene la inevitable miopía de suponer que todo este asunto empezó con Borges, y que en Borges mismo el laberinto era, ante todo, una imagen física que representaba una abstracción, un problema racional, que el laberinto borgeano era la reelaboración intelectual de una herencia clásica, una figura desvinculada del mundo real que rodeaba a Borges en Argentina, en su propio pedazo de tierra latinoamericana.

La estupenda crítica cultural argentina Beatriz Sarlo, en Borges, un escritor en las orillas, ofrece, aunque no lo explicite demasiado, pistas más que suficientes para suponer que la figura borgeana del laberinto era, también, una representación del mundo social bonaerense de las primeras décadas del siglo veinte: en última instancia, digo yo, quizá muchos de los laberintos de Borges sean ese Buenos Aires babilónico de italianos, rusos, polacos, gallegos y turcos, poblado por más migrantes que nativos, con menos hablantes de español que hablantes de otras lenguas, ese Buenos Aires con más judíos que casi cualquier otra ciudad del mundo y con más nazis que cualquier urbe no europea en los años treinta; ese Buenos Aires sofocado de arquitecturas disímiles, alborotado de sinagogas y mezquitas, invadido de carteles multilingües: el Buenos Aires en que Borges escribió Ficciones y El aleph.

(Qué distinto resulta leer "Los dos reyes y los dos laberintos", por ejemplo, con esa idea en mente: el laberinto del primer rey, atravesado de recodos, callejones y variantes, puede ser una representación de la complejidad social, la multiculturalidad, el cambio, el crecimiento; el laberinto del segundo rey, hecho de una planicie inacabable y desierta, signo de la simplicidad, la monotonía, la permanencia, la quietud, nos dice Borges, no es menos complejo que el otro: ése es nuestro laberinto interior, la unidad aparente, la engañosa individualidad. Somos laberintos dentro de laberintos).

Pero, ¿acaso esos laberintos urbanos de Borges no están ya presentes, con otra apariencia quizá, en el Buenos Aires de Arlt, cuyos personajes pululan en la búsqueda infinita de salidas que jamás pueden encontrar? ¿Y no son laberintos las calles de napolitanos y sicilianos, de mendigos y caballeros, de prostitutas y hojalateros, que transitan los personajes de Cambaceres, en novelas escritas en ese mismo Buenos Aires, pero antes, en el siglo diecinueve?

Éste un ejercicio borgeano en sí mismo, pero no uno muy difícil: podríamos llamarlo "(los laberintos de) Borges y sus precursores". En efecto, los laberintos borgeanos ya existían en la novela argentina desde treinta años antes del nacimiento de Borges. Estaban allí, en las calles de Buenos Aires, esperando al genio que un día transitaría por ellos y los convertiría, una vez más, en literatura.

lunes, setiembre 12, 2005

La mujer de "El sur"

GUSTAVO FAVERÓN

"El sur" es, qué duda cabe, un cuento especular, hecho de simetrías y reflejos. Uno de esos reflejos, poco estudiado hasta donde yo puedo recordar, es el que se da en el instante posterior al accidente del protagonista: "En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror". En la realidad que inspiró el cuento, esa persona que abrió la puerta fue, probablemente, la madre de Borges. En la ficción, es "la mujer" --¿madre, esposa, sirvienta, amante?--. Es interesante que el protagonista reconozca su estado, en esa primera suerte de pequeña anagnórisis, en el rostro de la mujer casi abstracta, reducida a un rostro que es, a su vez, un espejo y una imagen pictórica (en la que el horror está "grabado": y de inmediato, su pesadilla estará poblada por "ilustraciones" de Las mil y una noches). También es interesante que la frase siguiente quiera acusar a un culpable ignoto del accidente: "la arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar"... Un culpable tan ignoto como la mujer que abre la puerta... Esa mujer se vuelve aún más significativa simbólicamente si uno la entiende como parte de la casa que agrede al protagonista, y más aun si uno tiene en cuenta que, luego, la ciudad misma, de la que Dahlmann quiere huir, lucirá como "una casa vieja"...

No sé si alguien en este blog ha pensado en esa vertiente del cuento, de la que, sin duda, tendrían mucho que decir los freudianos y los lacanianos. Yo lo apunto nomás, sin hacer otra cosa que señalar estos datos inconexos que me llaman la atención.

jueves, agosto 25, 2005

Borges, Welles, Lynch y la densidad psicológica

DANIEL SALAS

Estoy convencido de que una buena lectura de Borges ayuda a afinar nuestras nociones críticas sobre el arte contemporáneo. En un comentario crítico que, como tal, se presume crítico, encuentro esta apreciación acerca de la versión teatral del Cantar de los cantares, de Edgar Saba, estrenada recientemente en el Centro Cultural de la PUCP: "Saba deja de lado precisamente todo aquello que suelen tener las grandes obras dramáticas: personajes sólidos y con densidad psicológica". Dado que no he visto el Cantar de los Cantares, no me interesa discutir la calidad de la obra de Saba, sino destacar que la crítica que exige "personajes sólidos" no puede a la vez reclamar "densidad psicológica".
No tengo ninguna duda de que, efectivamente, las grandes obras dramáticas poseen personajes sólidos. El segundo criterio, a saber, la "densidad psicológica" es contradictorio respecto de la primera condición. Es bastante obvio que ni los personajes de Sófocles, ni de Shakespeare, ni de Calderón poseen "densidad sicológica" alguna. De hecho, la idea misma de psicología no existía cuando estas obras fueron escritas.
En el arte moderno, la exploración psicológica es desarrollada por el naturalismo y el realismo, dos estéticas rápidamente puestas de lado en el siglo XX a partir de Kafka. La densidad sicológica fue practicada, entonces, muy fugazmente incluso en un género que se prestaba para ella, como la novela. En el teatro y en el cine, dos artes dramáticos que exigen una definición de la acción y del carácter de los personajes, ella es muchos menos practicable.
Si Jorge Luis Borges aplaudió la obra de Franz Kafka y Orson Welles era, entre otras muchas razones, debido a que rehuía de la tentación de ofrecer explicaciones psicológicas. Esta poética aparece bastante clara en el prólogo a la Invención de Morel:
La novela característica, "sicológica", propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela "sicológica" quiere ser también novela "realista": prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo rasgo inverosímil. (Ficcionario 160)
Borges, claro, se refiere a la novela, mientras que el crítico que cito al principio se refiere a "las grandes obras dramáticas" que las poseen, esto es, a un conjunto equivalente a cero. Ahora bien, la admiración que causa en Borges Citizen Kane de Orson Welles tiene que ver, precisamente, con el juego explícito contra una prometida "densidad psicológica". Citizen Kane es, en efecto, una gran broma negra. Los personajes pretenden llegar hasta el fondo de la personalidad de Charles Kane recogiendo diversos fragmentos de su biografía a fin de darles una unidad y, finalmente, descubren que en el origen se halla un juguete banal. Borges lo explica así:
Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias. (Colorario posible, ya previsto por David Hume, Erns Mach y por nuestro Macedonio Fernández: ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien). (Ficcionario 181)
David Lynch ha continuado indagando este postulado narrativo resumido por Borges. En Eraserhead, Twin Peaks, Lost Highway y Mulholland Drive la "densidad psicológica" no solamente es totalmente irrelevante para la definición de los personajes, sino que incluso es su abierta fragmentación aquello que los define.

viernes, julio 01, 2005

Borges y los indios

MIGUEL RIVERA

Me gustaría proponer como tema de diálogo el de Borges y los indios. Borges dejó muy claro que el racismo le parecía absurdo cuando se dirigía contra los judíos, pero no fue tan transparente respecto al racismo contra los indígenas de América, que tenía que estar muy vivo en Argentina, incluso más que el antisemitismo. Solo recuerdo sobre ellos un cuento, "La escritura del Dios". Esto me hace pensar que la falta de interés de Borges por las culturas prehispánicas se debe a su falta de letras. Los judíos, en cambio, no solo las tenían, sino que poseían una tradición interpretativa de los textos muy especial. Sin embargo, Boges les prestó atención a los vikingos, que no creo que fueran letrados, precisamente.

jueves, mayo 19, 2005

¿Cuántos idiotas pueblan "Pierre Menard, autor del Quijote"?

DANIEL SALAS
Una de las sumillas más breves y acertadas de este tan famoso y citado cuento la hallé en una biografía de Borges escrita for Fernando Savater. La recuerdo así: “Pierre Menard es la historia de un idiota contada por un idiota mayor”.

Según esta lectura, el primer idiota es Pierre Menard, el acometedor de la pachotada de reescribir dos fragmentos del Quijote. El segundo idiota, el idiota mayor, es el autor anónimo de la necrología que forma el cuento. Al observar su escritura se revelan dos detalles importantes de su personalidad:

a) es un antisemita y un antiprotestante, en resumen, un fascista católico.
b) es un perdido snob que se complace en su esnobismo.

Ahora bien, el idiota mayor divide la obra de Menard en la obra en dos: la obra visible y la obra invisible. Ninguno de los catálogos sobre Menard lo satisface, porque no consideran esta última. Sin embargo, el mismo narrador confiesa que de la obra invisible, es decir, la escritura de los capítulos 9 y 38 de la primera parte del Quijote, no queda ningún rastro material. Los supuestos “borradores” están perdidos.

Entonces, es posible que el juicio de Savater sea impreciso. Es perfectamente posible que ese Menard invisible sea otra malévola creación del necrófilo anónimo y que, por tanto, no tengamos dos idiotas, sino uno solo: el que cuenta la historia.

Sin embargo, hay que tomar en cuenta el sentido de la obra visible antes de refutar por completo a Savater. El escrupuloso examen que realiza William Woof [“Borges, Cervantes & Quine: Reconciling Existence Assumptions and Fictional Complexities in 'Pierre Menard, Author of Don Quixote'”. Variaciones Borges: Journal of the Jorge Luis Borges Center for Studies and Documentation 7 (1999): 191-230] es extraordinariamente revelador.

Borges eligió de un modo genial (no cabe otro adjetivo) cómo habría de ser esa obra visible: Woof descubre un rasgo común en esa obra aparentemente tan plural y desenfocada: la búsqueda de fisuras en la metafísica occidental y, por tanto, el encuentro de posibilidades para la manipulación del lenguaje.

Cabe, entonces, postular que el idiota mayor percibió esta constante y que concluyó que una de las posibilidades de la crítica de Menard era fraguar impunemente la reescritura de un clásico para imponer el revisionismo de la historia.

domingo, mayo 15, 2005

"Borgiano" y no "borgesiano"

MIGUEL RODRÍGUEZ-MONDOÑEDO

Una interesante pregunta es por qué el adjetivo derivado de Borges no es borgesiano sino borgiano.

Los nombres propios tienen clasificadores nominales que se comportan como sufijos (excepto que no tienen un tradicional “significado”). Un caso muy conocido es (1):

(1) Carlos > Carl-os

En favor de ese análisis podemos observar que el sufijo diminutivo debe insertarse entre Carl- y –os, como en (2), especialmente teniendo en cuenta que los sufijos diminutivos siempre se insertan antes de otros clasificadores nominales más obvios, como la marca de género en (3).

(2) Carl-it-os

(3) casa > cas-a > cas-it-a

Lo mismo pasa con los adjetivos borgiano ~ borgiana (usados ampliamente por los críticos literarios). Aquí los hablantes están dividiendo Borges en Borg-es, y están usando los sufijos para generar los adjetivos correspondientes. De hecho, *borgesiano es agramatical. Es interesante que algunos críticos recomienden esta última forma, bajo el argumento de que borgiano podría ser comprendido no solo como relacionado con Borges sino también con Borgia (lo cual es verdad). Sin embargo, el hecho de que esos críticos entiendan borgiano como relativo a Borgia significa precisamente que están dividiendo Borgia en Borg-ia (de otro modo el adjetivo sería *borgiaiano, que es tan agramatical como *borgesiano), lo que confirma que hay clasificadores nominales en esos nombres propios. Esa recomendación debe ser rechazada por prescriptiva, por lo tanto.

Debe notarse que esto ocurre solo si el acento recae en la penúltima sílaba. Cuando el acento es agudo, toda la palabra se comporta como la base: Cortés > cortesiano, *cortiano (tal como se predice desde las teorías más aceptadas sobre los marcadores de género del español).

Aquí más ejemplos de palabras con los clasificadores nominales -es and -as:

(4)
a. Caracas: Carac-as > Caraqu-eño *Caracas-eño
b. Asturias: Asturi-as > Asturi-ano *Asturias-ano
c. Herodes: Herod-es > Herod-iano * Herodes-iano
d. Aquiles: Aquil-es > Aquil-iano * Aquiles-iano

Sobre la Secta del Fénix

MIGUEL RODRÍGUEZ MONDOÑEDO

Resulta evidente que “el secreto” del Fénix es la procreación, el acto (hetero)sexual. Borges mismo parece indicarlo al hacer que el narrador rechace Heliópolis como el origen de la secta.

Heliópolis es la cuna de la leyenda del dios Atum, el mito de creación vinculado al pájaro Benu, de donde Herodoto tomó la leyenda del Fénix. Hay un debate acerca de si el Benu y el Fénix son el mismo. Al parecer, Herodoto confundió los detalles, o los mezcló con otras historias parecidas (por lo que la mención de Herodoto como una fuente inapropiada resulta un guiño erudito). Para todos el Fénix es un símbolo de inmortalidad individual. Para algunas versiones es un ave hembra, sin hijos y sin pareja, que muere y renace de las cenizas cada 500 años. Al rechazar la versión de Herodoto, Borges rechaza la vinculación con ese Fénix.

Otras claves apuntan en la misma dirección. Por ejemplo: “La denominación por el Fénix no es anterior a Hrabano Mauro”—dice Borges. Mauro fue un pensador medieval que escribió “De rerum naturis” (también conocido como “De universo”). El Fénix griego se convirtió en símbolo de la resurrección cristiana durante la Edad Media, gracias a San Clemente de Alejandría, al parecer. Aunque Mauro incluye un bestiario, no menciona al Fénix (Phoenix, en latín). Se puede revisar el texto aquí.

Sin embargo menciona a la Perdix (la perdiz, libro 8 apartado 8.6). Ya sabemos que a Borges le gustaba jugar con los nombres. Supongamos que aquí nos está cambiando de nombre. Si eso es verdad, resulta relevante lo que dice Mauro sobre la Perdix:

Perdix de uoce nomen habet, auis dolosa atque inmunda. Nam masculus in masculum insurgit, et obliuiscitur sexum libido praeceps.

Se llama «perdiz», ave astuta e inmunda. Dado que el macho se yergue del macho y, veloz, el sexo es olvidado por el deseo. [Traducción de Daniel Salas]
Es decir, se trata de una ave “perdida”. Ahora bien, Borges está rechazando la lectura de Mauro. ¿Podría concluirse que es un rebuscado juego erudito para rechazar otra interpretación que no sea la heterosexual?

viernes, mayo 06, 2005

Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: sobre lo evidente de la barbarie y la desautorización del escritor

DANIEL SALAS
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius es un cuento clave en Ficciones porque prefigura muchos de los temas que habrán de ser tratados en los demás relatos de esa colección. La estructura de la historia corresponde a la de una pesquisa, que se origina en el misterio de Uqbar. Una edición pirática de la Enciclopedia Británica, con la referencia aun país inexistente, es la primera pista que lleva al narrador al conocimiento de Tlön.

La historia de Tlön posee por lo menos dos avatares: por un lado, su aspecto visible, aquella laboriosa creación que ha seducido a la humanidad y que progresivamente sustituye a la realidad; por otro, su lado secreto, su origen conspirativo nacido de la voluntad de Buckley, un esclavista librepensador y, por tanto, una especie de monstruoso engendro ideológico. Que la sociedad fundada por él se llame Orbis Tertius nos hace pensar en, cuando menos, dos posibles interpretaciones: en una, Orbis Tertius es el tercer planeta, esto es, la Tierra, y así la sociedad señala su aspiración de construir un simulacro del universo humano; en otra, se trata del Tercer Reich, ideología parida sobre la base de una mezcla de mitología arcaica y razón instrumental de la modernidad (en paralelo a la extraña posición librepensadora y esclavista de Buckley).
Orbis Tertius ha planeado una conspiración textual: una serie de discursos que subyugan, gracias a su orden, a la humanidad. Nótese de qué manera el sometimiento se produce a través de las armas del lenguaje, lo que implica una perversion de la retórica:

“El contacto y el habito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural) “idioma primitivo” de Tlön, ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio del otro, del que nada sabemos con certidumbre – ni siquiera que es falso. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar… Una dispersa dinastía de solitarios prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí cien años alguien descubrira los cien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.Entonces desapareceran el inglés y el francés y el mero español. El mundo sera Tlön” (34).

En esta clave de lectura, la desaparacion “del inglés, del francés y del español” parece ser una alusión al proyecto del Tercer Reich de destruir la heterogeneidad de la civilización a favor del predominio de una “raza” superior.Así, siguiendo las categorías de “outsiders” e “insiders” a las que recurre Frank Kermode en The genesis of secrecy, Orbis Tertius funda su fuerza en una doble narrativa: una para los “insiders”, para los conocedores de la verdadera naturaleza de la sociedad; otra para los “outsiders”, a quienes les es dado conocer los seductores discursos que esta sociedad produce. Los “outsiders” son, en este caso, la masa enceguecida por la demagogia que lee acríticamente, pasivamente, la falaz historia inventada por los conspiradores. Por tanto, la perversa sociedad se basa en un sutil ocultamiento, que recuerda al de “La carta robada”, de Edgar Allan Poe, en tanto que es irrelevante que sea evidente la artificialidad de creación; no importa que el narrador haya descubierto el secreto y lo divulgue: sólo una minoría entenderá la emergencia de una realidad siniestra; la masa prefiere creer en el mundo ordenado y encantador que sustituye a la realidad, la cual, a diferencia de Tlön, es compleja e inquietante. He allí la realidad atroz y banal que se anuncia al principio del relato.

Así pues, el narrador y sus pocos lectores sutiles, los “muy pocos lectores” (13) que anuncia al inicio del relato, son poseedores también de un secreto y, sin embargo, no pueden, a través de la revelación de la verdad, contraponerse a la ominosa fuerza del simulacro. Estos “muy pocos lectores” constituyen los lectores críticos, aquellos que anteponen a la seducción de la ficción una ética de la lectura.El rastreo de la autoridad del escritor en el espacio público me lleva a Doris Sommer y un conocido estudio suyo ( “Irresistible Romance”) sobre el papel que la novela cumplió durante el siglo XIX en la constitución de los imaginarios nacionales latinoamericanos. Dicho estudio está escrito él mismo como un mito fundador, pues presupone una consistente articulación entre la escritura y la política. Dice Sommer:

“When Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa and Julio Cortázar, among others, apparently burst onto the world of literary scene of the 1960s and the 1970s, they gave the impression that nothing really notable preceded them in Latin America. That impression was reinforced at home by a regional euphoria created, in part, by Castro’s triumph in 1959. Revolution promised immediate liberation after the frustrations and disappointments with the gradual evolutionism of older liberal projects. Together with the mass consciousness industries that spread the celebratory mood, the new politics produced an inflated belief that Latin America had finally come to age”. (Sommer, 71)

Como lo afirma la misma autora, el objetivo de ese ensayo es “[t]o show the inextricability of politics from fiction in the history of nation-building”. Este propósito de insertar la novela en el papel histórico de construir y deconstruir los imaginarios nacionales del continente es contradictorio con un rasgo peculiar en la escritura de Sommer. Me refiero a ese uso vacío del objeto indirecto (“they gave the impression”; “revolution promised inmediate liberation”), así como el uso de la voz pasiva (“That impression was reinforced”), debido al cual no se hace explícito para quién el fenómeno del boom fue parte de esa gran ilusión revolucionaria en América Latina. Evidentemente, podemos llenar ese vacío con la información del contexto. La revolución cubana, qué duda cabe, causó entusiasmo a la izquierda que simpatizaba con ese proceso político. Podemos derivar, en consecuencia, que Sommer supone que la izquierda es el punto de vista priviliegiado desde el cual se observan los sucesos históricos y estéticos. Pero ello significa admitir que Sommer soslaya el hecho de que, para muchos latinoamericanos, la revolución cubana no tuvo nada de ensoñador y que, por el contrario, aparecía como un proceso amenazador y apocalíptico. Sommer, asimismo, no ofrece ninguna evidencia de que los lectores del boom en América Latina hayan, en efecto, asociado ese fenómeno editorial y estético con un proceso de liberación en el plano político.La observación no me parece banal. Si deseamos ser consecuentes con un análisis de la función histórica de la novela en América Latina, debemos tener en cuenta a qué sujetos nos estamos refiriendo.
Es evidente para mí que la perspectiva desde la cual Sommer enfoca su análisis es la de la izquierda norteamericana. Pero la izquierda norteamericana no es la comunidad de lectores latinoamericanos. Asimismo, tampoco la izquierda latinoamericana constituye la totalidad del circuito de lectores y escritores en América Latina. Sommer incurre en una asociación directa entre interpretación crítica y lectura: si las novelas del boom se propusieron inventar un nuevo lenguaje y cumplir el sueño adánico de renombrar el mundo, como ella misma lo sugiere líneas más adelante (71), entonces es el caso que los lectores percibieron las consecuencias de ese nuevo lenguaje y que, por tanto, el proyecto del boom produjo los efectos propuestos en los textos. Esta interpretación sigue el mismo esquema asignado a la novela decimonónica: allí Sommer encuentra que las novelas estructuraron proyectos nacionales, bajo la forma de romances, y que estos proyectos surtieron efectos en los imaginarios nacionales.Esta solución de continuidad es bastante cuestionable; sin embargo, es un buen indicio del lugar privilegiado que la crítica latinoamericanista de izquierda le confiere al escritor, dentro de la cual podemos ubicar los ensayos de Ángel Rama, Benedict Anderson y, ciertamente, de la misma Sommer. En los ensayos de Sommer y Anderson, el novelista del XIX aparece como el gran fabricador de los romances nacionales. El escritor es, pues, un gran constructor de “comunidades imaginarias”.

Sin embargo, parece que un examen detallado de la historia de la lectura arroja un resultado opuesto. Gustavo Faverón, quien ha estudiado al detalle la relación entre novela e imaginario nacional afirma, en efecto, que:
“Aun en el caso de que las novelas que se consideran importantes en el tiempo fundador de las nacionalidades latinoamericanas hubieran logrado un público numeroso, éste no habría sido necesariamente el lector connacional que Anderson considera obligatorio para lograr la identificación con las circunstancias nacionales que se describe en sus teorías. La novela argentina Amalia, de Mármol, se publicó originalmente en Uruguay; la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda hizo imprimir Sab en Madrid, en dos partes, entre 1841 y 1842, mientras los pocos ejemplares que llegaron a La Habana fueron retirados de las librerías cubanas; la primera edición completa de Cecilia Valdés apareció en New York en 1882, a causa del exilio de su autor, Cirilo Villaverde, y los ejemplares que llegaron a venderse en su país natal debieron luchar contra los viajes y los tropiezos de una distribución trabajosa; Aves sin nido, de Clorinda Matto de Turner, fue publicada en Lima, en 1889, pero, puesta en el índex por la Iglesia casi de inmediato, su circulación fue muy escasa”. (452-53)
Si Faverón está en lo correcto, los argumentos de Sommer se hacen endebles; sin embargo, no deja de ser cierta la construcción del mito de la autoridad del escritor. Un mito que puede estar perfectamente dentro del proyecto de los escritores y que puede traducirse en un temperamento adánico o narcisista que se plasma en la escritura.Al mito de la autoridad del escritor se opone el mito de la irrelevancia de la escritura que, en mi opinión, fue figurado por Borges, autor a quien Sommer, acertadamente, señala como el influjo más importante sobre el boom (73). La inverosímil postdata:“Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Androgué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne” (34) constituye, sin duda, desolador e irónico e implica una radical desautorización del papel político del escritor.

Borges, que se definía a sí mismo más como lector que como escritor, puede ser considerado uno de los grandes desacralizadores de la autoridad letrada.Con este final, Borges parece estar proponiendo la irrelevancia de la escritura para la difusión de la atrocidad de la historia. En efecto, el escritor ya ha cumplido con su misión de revelar la verdad, pero este menester es totalmente incompetente para mitigar el horror; después de la escritura, al autor no le queda sino refugiarse en la experiencia personal. Si la barbarie se ha apropiado del mundo, resulta consistente encerrarse en lo que todavía queda de inalienable, como es la lectura privada. Dado que el lenguaje ha sido corrompido y la comunicación se ha hecho imposible, sería una banalidad pretender dar a la imprenta la traducción quevediana de Browne. Ello parece una propiedad de la sensibilidad moderna avanzada y no es increíble que se asemeje muy bien al panorama grotesco del Perú de hoy.

Referencias
Borges, Jorge Luis. “Ficciones” Obras Completas. Buenos Aires: Emecé editores. 1956.
Rama, Ángel. La ciudad letrada. Hanover: Ediciones Norte, 1984.
Sommer, Doris. “Irresistible Romance”. Nation and Narration. Homi K Bhaba editor. London: Roudledge, 1990. 71-98.
Faverón, Gustavo. “Comunidades inimaginables: Benedict Anderson, Mario Vargas Llosa, la novela y América Latina”. Lexis. Revista de Literatura y Lingüística de la Pontificia Universidad Católica. 26, 2 (2002): 441-467.
Kermode, Frank. The genesis of secrecy: on the interpretation of narrative. Cambridge, Mass: Harvard University Press, 1979.

miércoles, mayo 04, 2005

Sobre el origen de la idiotez y el deber del escritor

Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez... Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor.

martes, mayo 03, 2005

El hacedor: mitos, espejos y variaciones

DANIEL SALAS

En 1946
[i], durante el gobierno de Perón, Borges fue destituido del puesto que ocupaba como director de la Biblioteca Nacional y fue nombrado inspector de aves. Cuando fue a interrogar en la Intendencia por este súbito cambio de puesto, encontró en una de las oficinas de esa dependencia un cartelito con la inscripción “Déle, déle”. En una cena de desagravio ofrecida por sus amigos escritores, Borges refirió dicha anécdota. En un momento de su discurso pronuncia estas palabras:
No recuerdo la cara de mi interlocutor, no recuerdo su nombre, pero hasta el día de mi muerte recordaré esa estrafalaria inscripción. ‘Tendré que renunciar’ repetí, al bajar las escaleras de la Intendencia, pero mi destino personal me importaba menos que ese cartel simbólico.
No sé hasta dónde el episodio que he referido es una parábola. Sospecho, sin embargo, que la memoria y el olvido son dioses que saben bien lo que hacen. Si han extraviado más, y si retienen esa absurda leyenda, alguna justificación las asiste. La formulo así: las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez [...] Combatir estas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor (Ficcionario 224).
En este episodio de su biografía podemos comprobar cómo la forma en que Borges plasma su propia experiencia está íntimamente ligada con su poética.
Para explicarlo, debo resaltar dos hechos. El primero, el que Borges hallara en un insultante cartel una frase que, desde su punto de vista, resumía el estado de deterioro moral al que veía sometida Argentina. Ello nos demuestra que ese gusto de Borges por encontrar emblemas, hechos o frases que cifran un carácter no es un procedimiento meramente lúdico o verbal. Borges, por el contrario, propone que este procedimiento es una manera de ver el mundo. El segundo hecho es la manera en que Borges convierte una experiencia de su vida en una fábula. Esta ficcionalización de un pasaje biográfico demuestra la conciencia que tenía Borges de la relación entre vida y narrativa. La narrativa es una manera de poner en forma los hechos. El acto de narrar, por lo tanto, está íntimamente vinculado con el sentido de la experiencia.
Esta introducción me sirve para ingresar a un libro “menor” de la obra borgiana
[1], como es El hacedor. Publicado en 1960, en el epílogo de este libro Borges declara que “[d]e cuantos libros he dado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos e interpolaciones” (155). La palabra “reflejo” es muy cercana a “reflexión”; mientras que la palabra “interpolaciones” es sin duda una manera menos prosaica de decir “intertextualidad”. Siendo el universo literario borgiano un universo fundamentalmente textual, en el cual los personajes son lectores obsesos o sujetos que se construyen como personajes a través de sucesivas máscaras, no nos debe asombrar ni lo primero ni lo segundo.
Por un lado, la reflexión nos conduce al espejo (objeto obtusamente mimético y, por tanto, emblema de lo opuesto a la poética borgiana), pero también a la observación de uno mismo; por otro lado, la intertextualidad, elemento omnipresente en las anteriores ficciones de Borges, se convierte en El hacedor en un asunto a ser cabalmente escrutado. Tomando como base estas dos claves, voy a demostrar de qué manera el argumento central de las heterogéneas páginas de El hacedor es el examen del escritor sobre su propia escritura y, con ello, de los materiales que la componen. El hacedor es, por decirlo de una manera, una visita al taller del escritor, un acceso a las varias herramientas con las que compone su labor. Dos de esas herramientas que voy a analizar en este ensayo son la relación entre vida y escritura y el mito como dispositivo organizador y estructurador de la experiencia biográfica o histórica.
El hacedor, la primera prosa que da nombre a este libro, puede ser interpretado como un brevísimo bildungsroman que tiene como personaje a Homero quien, por cierto, es también una figura mítica. En el relato, la llegada de la ceguera permite encontrar un sentido a dos experiencias de la infancia y la juventud: ese sentido consiste en poder convertirse en el autor de la Ilíada y la Odisea conjugando el amor y el riesgo. La revelación se debe a la reinterpretación de dos recuerdos disímiles, aparentemente inconexos: un duelo infantil que lo obliga a empuñar un cuchillo y un primer amor. La pérdida progresiva de la visión, es decir, un trastorno profundo en su relación con la percepción del mundo, le ofrece al escritor una oportunidad para reexaminar el sentido del pasado y proyectarse un destino que, en el caso de Homero, es claramente glorioso.
Los paralelismos con la propia ceguera de Borges son evidentes. La ceguera no es tan solo una marca biográfica, sino también un rasgo que inevitablemente se plasma en la relación del escritor-lector con la literatura. En Poema de los dones, Borges interpreta la ceguera como una maestría “De Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche” (71). Aquí, la figura de Borges, funcionario de la Biblioteca Nacional, se hace paralela a la de Paul Groussac, quien también fue un bibliotecario atacado por la ceguera. Este paralelismo se plantea primero enigmáticamente en la mitad del poema: “Algo, que ciertamente no se nombra / Con la palabra azar, rige estas cosas; / Otro ya recibió en otras borrosas / Tardes los muchos libros y la sombra” (72). La identidad del poeta se desdobla, ya que las experiencias paralelas convierten a Groussac y Borges en un mismo ser que es plural: “¿Cuál de los dos escribe este poema / De un yo plural y de una sola sombra?” (72).
Además de autoría paralela, el escritor propone una autoría concéntrica, en la cual el autor, un dios menor, es a la vez la creatura de un dios mayor. Esto lo encontramos en Ajedrez. En este célebre poema, las figuras del tablero viven en un mundo separado del jugador y, por tanto, desconocen que su destino es señalado por una voluntad superior y ajena. Pero esta comprobación da pie a otra posibilidad: que a su vez el jugador sea una simple pieza movida por otra voluntad aun mayor y así ad infinitum. En Everything and Nothing, Shakespeare se apropia de identidades y las crea en su desesperada búsqueda de ser alguien. Finalmente, desalentado, se retira de la vida teatral. Al morir, le reclama a Dios que le confiera una identidad. Sin embargo, descubre que él mismo es un sueño de Dios, quien tampoco posee identidad fuera de su creación. Esta parábola propone que la escritura implica un enmascaramiento que permite conjurar la ansiedad de la ausencia de identidad y sentido. La búsqueda de ser alguien fuera de esa operación textual no es posible. Esta idea, por cierto, ya había sido desarrollada en Las ruinas circulares.
Si la escritura y la lectura (dos operaciones que en Borges son inseparables) dan forma a la experiencia y la identidad, entonces podemos comprender de qué manera se difuminan las fronteras que separan ficción y realidad. No se trata simplemente de la actitud lúdica de convertirse a sí mismo en personaje; detrás de ello, yace la conciencia de la narración de la experiencia es la definición del sentido de esa experiencia. Esto se muestra patentemente en Borges y yo, relato en el que el autor se desdobla en el personaje público y en el privado: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas” (69) dice al inicio de esta prosa y describe a ese otro como el que aparece mencionado en las enciclopedias y en las ternas de profesores. Más adelante, reflexiona de qué manera ese “otro Borges” es en realidad un personaje: “Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor” (69). El Borges público es, por lo tanto, una máscara. Deberíamos derivar, en consecuencia, que el Borges privado debería ser el auténtico. Sin embargo, esta relación aparentemente complementaria y sin contradicciones esconde un problema: por un lado, el narrador dice “yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica” (69). Tratando de alejarse del Borges público buscando nuevos motivos en la escritura, se ve invadido otra vez por el personaje: “Hace años yo traté de librarme de él y pasé de la mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas” (70). El narrador se da cuenta de que en el momento en que el Borges privado escribe, se convierte inevitablemente en ese otro que es el personaje escritor. Entonces ¿quién escribe la página que estamos leyendo? La conclusión a la que se llega es inevitable: “No sé cuál de los dos escribe esta página” (70). Borges no puede escapar de Borges porque su definición se produce a través de la escritura. Otros dos relatos breves, Un problema y Parábola de Cervantes y de Quijote, son variaciones del problema de la relación entre realidad y ficción. En el primero, el narrador nos propone imaginar cómo reaccionaría el Quijote si en una de sus aventuras hubiera provocado la muerte de uno de sus enemigos. La muerte funciona aquí como una invasión radical de la realidad en un mundo creado como texto, en el cual Alonso Quijano asume el papel del Quijote. Si ese mundo ficticio es producto de la locura “nada especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de Don Quijote la muerte no es menos común que la magia” (41-42). Los problemas más interesantes surgen si la ficción de ser Don Quijote no son producto de una locura, sino de la proyección imaginativa de Alonso Quijano. En este segundo caso, la muerte perturbaría sin duda la ficcionalización que Alonso Quijano hacía de sí mismo. En Parábola de Cervantes y de Quijote, el narrador reflexiona sobre los efectos de la escritura en los escenarios del escritor. Cervantes coloca a su delirante personaje en un mundo que él conoce como prosaico (la España del siglo XVII) para que ese terreno contraste con sus maravillosas aventuras imaginarias. Para el soñador y el soñado, el autor y el personaje, dice Borges: “toda esa trama fue la oposición de dos mundos: el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común del siglo XVII” (51-52). Pero con el paso de los años, ese escenario adquiere magia literaria precisamente por la escritura de la novela y, así:
No sospecharon que los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que la Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto.
Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo el fin. (52)
Como voy a explicar a continuación, el mito aparece como otra de las herramientas del escritor que le permiten estructurar el sentido.
En efecto, en Arte Poética se dice:
Ver en el día o en el año un símbolo
De los días del hombre y de sus años,
Convertir el ultraje de los años
En una música, un rumor y un símbolo.
La escritura transforma en música, rumor y símbolo y de esta manera convierte la experiencia en experiencia poética, es decir, le confiere significado.
Ya he señalado en la anécdota de la Intendencia cómo la vida se expresa como parábola para hacerse inteligible. En El hacedor Borges convierte ciertas circunstancias biográficas en figuras parabólicas. Una de ellas, como ya he explicado, es la ceguera. Pero también encontramos la amistad con Macedonio Fernández (Diálogo sobre un diálogo) y Alfonso Reyes (In memoriam A.R.) e incluso las uñas como símbolo de una reproducción inútil (Las uñas).
No solo la experiencia personal. También la historia es estructurada a través del mito para convertirla en parábola. Ello ocurre en Dialogo de muertos en donde las figuras de Juan Facundo Quiroga y Juan Manuel de Rosas discuten en un mundo supraterrenal cómo han de ser comprendidos los actos del segundo. La conversación permite entrever una traición (Quiroga y Rosas pelearon juntos) y, en efecto, en la historiografía argentina se sospecha que el asesinato de Quiroga fue cometido por los secuaces de Rosas. La discusión gira en torno a cómo ambos personajes han sido recogidos por la historia. En un momento Quiroga afirma:
Mi victoria fue de lanzas y de gritos y de arenales y de victorias casi secretas en lugares perdidos. ¿Qué títulos son esos para el recuerdo? Yo vivo y seguiré viviendo por muchos años en la memoria de la gente porque morí asesinado en una galera, en el sitio llamado Barranca Yaco, por hombres con caballos y espadas. A usted le debo ese regalo de una muerte bizarra, que no supe apreciar en aquella hora, pero que las siguientes generaciones no han querido olvidar. No le serán desconocidas a usted unas litografías muy primorosas y la obra interesante que ha redactado un sanjuanino de valía (36-37).
En el diálogo, Rosas es figurado como el emblema del cobarde y del traidor, opuesto a la figura brava de Quiroga. Rosas, quien no puede encarar las inquisiciones y los reproches de su ex compañero de armas, responde con soberbia: “A mí me basta ser quien soy […] y no quiero ser otro” (38). En Rosas, la infamia es representada como una cualidad intrínseca. La infamia tiene su lugar en el mito y ello hace que Rosas pueda ser intercambiado por Perón: ambos son personajes que cumplen el mismo papel.
En efecto, Perón como cifra de la ruindad aparece mencionado en El simulacro. En este relato, un hombre llega a un pueblo del Chaco y coloca sobre un féretro una muñeca rubia. El hombre vela a la muñeca y, a cambio, recibe de hombres y mujeres del pueblo “mi pésame, General” (31) más dos pesos en una alcancía. El narrador afirma que “a muchos no les bastó venir una sola vez” (32). La exégesis del mismo narrador sobre esta extraña anécdota es bastante explícita:
La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez, sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva, sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología (32)
En Borges la organización de la historia es mítica porque se estructura sobre la base de la repetición.
En La trama encontramos este mismo razonamiento, con una evidente entonación humoristica: la frase “¡tú tambien, hijo mío!” atribuida a César al reconocer a Bruto como partícipe de la conjura, se convierte diecinueve siglos despues en “¡pero, che!” en la boca de un gaucho que reconoce entre sus asesinos a uno de sus ahijados. El narrador dice de ese gaucho que “[l]o matan y no sabe que muere para que se repita una escena” (39).
En In memoriam J.F.K.
[2] nuevamente vemos a un suceso histórico narrado como mito.
En este texto, la bala que mató a John F. Kennedy es un objeto que transmigró a distintas formas para repetir un mismo crimen con distintos avatares: la muerte el del presidente del Uruguay en 1897, la de Lincoln, la de Gustavo Adolfo de Suecia, la de visires orientales, la de los defensores del Álamo, la de una reina, la de Cristo, la de Sócrates y, finalmente, la de Abel. Postular la repetición de la escena es posible porque cada uno de esos avatares está estructurado sobre la misma forma mítica. Por ello, cuando el narrador afirma en La trama que “[a]l destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías” (39) ello no significa que la historia posea una agencia (es decir, que la historia, mágicamente, desee, busque o quiera la repetición) sino que la inteligibilidad de los hechos sólo puede adquirirse mediante una forma narrativa.
He querido demostrar que los breves y heterogéneos textos que componen El hacedor desarrollan al menos dos motivos presentes en la poética borgiana: el de la relación entre vida y escritura y el del mito. Por supuesto, podemos señalar otros más, como el de los espejos (presente, por ejemplo, en Los espejos velados, Los espejos y Arte poética) y el de la relación problemática entre lenguaje y mundo (Parábola del palacio, La luna, Ariosto y los árabes, A un viejo poeta, El tigre). Si la obra de Borges esta constantemente marcada por el problema de la lectura y la escritura, en El hacedor esa problematización se ofrece de una manera singular distinta de libros anteriores, a saber, mediante el examen de los elementos que informan esa poética. El título mismo pone como figura central del libro al autor y su hechura.

Obras citadas
Borges, Jorge Luis. El hacedor. Barcelona: Alianza Editorial, 1960
---. Ficcionario. Ed. Emir Rodríguez Monegal. Mexico D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1985.
.
[1] Las tan solo dieciséis entradas que hallamos en el católogo del MLA sobre este libro demuestran, en efecto, que ha merecido poca atención.
[2] La muerte de John F. Kennedy, a la que alude esta prosa, se produjo en 1963. Entendemos que este breve texto debió haber sido añadido después de la primera ublicación de El hacedor, que fue en 1960.
[i] En la versión original de este texto, consignaba erróneamente la fecha de 1958. La observación del error se la debo a Miguel Rodríguez-Mondoñedo. Sin embargo, el discurso titulado "Déle, déle" es fechado como perteneciencie a 1958 por Emir Rodríguez Monegal.

Dos versiones del Tercer Reich: El milagro secreto y Deutsches Requiem

DANIEL SALAS

Las preocupaciones de Jorge Luis Borges por el nazismo son significativamente tempranas. La lucidez con la que, desde 1937, juzga severamente los nacionalismos en diversos artículos periodísticos, demuestra su sutil y prematura comprensión de la desmesurada crisis que el fascismo estaba generando en la cultura occidental. José Eduardo González apunta que “Borges saw the emergence of fascist governments in Europe as the return of ‘barbarism’, as a threat to Western civilization in general” (172). Esta aseveración, siendo correcta, sólo puede servirnos de punto de partida, ya que es necesario además comprender en qué sentido, para Borges, el fascismo es una amenaza para la civilización occidental. La respuesta a esta pregunta no se constata únicamente en el reconocimiento de un crimen, de los tantos que han azotado a la historia, sino en la comprobación de que el nazismo es un punto de quiebre para la humanidad.
Edna Aizenberg no solamente ha enfatizado las preocupaciones antifascistas como elementos centrales de la escritura borgiana. También a calificado a Borges como “founder of literature after Auschwitz” (141). “Literatura después de Auschwitz” es un término bastante sugerente, pues expresa el problema de la representación del Holocausto. Así, Aizenberg no se refiere a alguna posible “literatura sobre Auschwitz”, sino a un tipo de escritura que incorpora la crisis espistemológica producida por el nazismo.
Como puede observarse, ello supone ver en el Holocausto la cifra de algo nuevo, de un tipo de suceso que exige una redefinición del acto de narrar. La pregunta se puede plantear de esta manera: ¿de qué modo se puede contar un tipo de suceso que no encuentra su sentido en ningún artificio hasta entonces ejecutado? Aizenberg señala la historia de este cuestionamiento recurriendo a la discusión iniciada por Theodor Adorno:
‘To write poetry after Auschwitz is barbaric’ Theodor Adorno wrote in a much quoted statement (34). His larger boundary-question is: Given the artifice of any work of art, how can adequately, and ethically, represent the catastrophe? Berel Lang, glossing Adorno, argues that keep silent would be worse, that the imagination must do its work of insightful recreation. (146)
Los argumentos presentados por Adorno y Lang muestran así las dos caras del problema: por un lado, la consciencia de que estamos ante un suceso incomunicable, porque las posibilidades de representación se encuentran agotadas; por otro lado, la exigencia ética de encontrar nuevas formas para expresar aquello que no puede ser silenciado.
En este trabajo quiero explicar de qué manera El milagro secreto y Deutsches Requiem, dos ficciones borgianas, construyen artificios que intentan expresar la crisis espistemológica producida por el Tercer Reich. La denomino “crisis epistemológica” porque el problema crucial es discernir modos de aprehensión y conocimiento de un fenómeno. Tanto Jaromir Hladík, el protagonista de El milagro secreto, como Otto Dietrich zur Linde, el protagonista de Deutsches Requiem, son ambos autores que se ven en la urgencia de recurrir a la escritura para definir el sentido de su existencia y de su muerte. Ambos, significativamente, son ejecutados a las nueve de la mañana. Dicho esto, las divergencias en el modo en que asumen su relación con la textualidad marcan su diferencia ética.

El milagro secreto
El inicio de este relato nos remite inmediatamente a las vísperas de invasión de Praga:
La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boheme, soñó con un largo ajedrez. (El milagro secreto 139)
La presencia de la historia se halla, pues, marcada fuertemente desde el inicio.
Daniel Balderston, quien ha indagado en las fuentes históricas de los relatos de Borges, comenta sobre el lugar que ocupa este relato dentro de la colección El jardín de senderos que se bifurcan: “es sólo en El milagro secreto que Borges toma un acontecimiento histórico muy reciente cuyas ramificaciones no podían ser visibles aún” (103). En opinión de Balderston, Jaromir Hladík reúne a dos figuras de la literatura checa: Vlacac Hladík (1868-1913) y Karel Čapec (1890-1938), ambos prolíficos dramaturgos. Balderston señla que la obra de Čapec, en particular, fue reseñada por Borges y posee similitudes con el drama que el personaje del cuento se propone concluir (99-103). Balderston también destaca el hecho de que el narrador utilice el nombre alemán de una calle en donde por dos años estuvo ubicado el negocio de Herman Kafka. En la fecha señalada por el relato, los nombres alemanes ya habían sido reemplazados por nombres checos y así, afirma el crítico:
al usar nombres alemanes para designar la calle en que vive Hladík y el río que atraviesa la ciudad, Borges está remontándose al período anterior a la Primera guerra mundial o, quizá, está narrando la historia desde la perspectiva de uno de los germanoparlantes no judíos que hubiera simpatizado con la anexión del Sudetenland y con la posterior conquista de Checoslovaquia por los nazis. (97-98)
No parece ser el caso que el narrador evidencie otras simpatías con los nazis. Por ello, de las dos sugerencias de Balderston, prefiero la primera, que sugiere la confluencia problemática de dos temporalidades. Y esto contribuye a sostener que el problema del tiempo se constituye en el elemento central de la experiencia que sufre Hladík.
El problema del tiempo como asunto clave salta a la vista en la alusión histórica, pero también en la frase que califica a Hladík como “autor de la inconclusa tragedia Los enemigos”. Estas dos alusiones marcarán un conflicto con la experiencia del escritor: dentro del tiempo histórico, es el caso que la tragedia ha quedado inconclusa; en el tiempo vivido por Hladík, la tragedia fue terminada.
En el sueño soñado por Hladík esa noche, dos familias ilustres juegan un largo ajedrez en una torre secreta para disputar un premio ya olvidado, pero que se murmuraba “era enorme y quizá infinito” (El milagro secreto 139); se dice también que “en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes” (El milagro secreto 139).
La referencia a los relojes del sueño en los que resuena la hora crucial y los que despiertan al soñador señalan ya claramente a la temporalidad como el gran problema que debe afrontar Hladík. Ya en este punto, se anuncia la divergencia entre la temporalidad vivida exclusivamente por el sujeto y la temporalidad de la historia. Dentro de este conjunto de claves, no es difícil concebir que ese premio ya olvidado es el tiempo, “enorme y quizá infinito”.
¿Qué puede significar apoderarse del tiempo sino apoderarse de la historia? Lo que está en juego, por tanto, es la voz que va a permanecer y esto es otro modo de enunciar el poder y el riesgo de la escritura. Que la escritura es una labor riesgosa y que pone al sujeto ante la inminencia de la muerte puede comprobarse en el singular proceso al que es sometido. El narrador no menciona los cargos de los que es acusado Hladík y este detalle enfatiza los rasgos ridículos y paródicos del proceso: Hladík es condenado por ser escritor y judío:
No pudo levantar ninguno de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jarolavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma dilataba el censo final de una protesta contra el Anschluss. En 1928 había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdof. (El milagro secreto 140)
La absurda situación parece ser además un reflejo de las acusaciones que recibió Borges de los nazis argentinos y que motivaron la escritura de su ensayo Yo, judío. No podemos dejar de notar que en estas líneas también reverbera el lenguaje de la Inquisición.
Dictada la sentencia, la preocupación de Hladík se dirige más al modo de la muerte que a la muerte misma:
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. (El milagro secreto, 140)
La reflexión de Hladík es, ciertamente, extraña, ya que “la horca, la decapitación o el degüello” son formas de ejecución más infames que el fusilamiento. Éste último procedimiento está más asociado a la puesta en escena de un martirio heroico.
Siendo la preocupación de Hladík las circunstancias de su muerte, procede como un dramaturgo imaginando las posibles puestas en escena de su muerte:
Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. (El milagro secreto 140-41)
¿A qué se debe esa obsesión del dramaturgo por figurar la puesta en escena de su ejecución? La inminencia de la muerte lo coloca ante el sentido de su oficio, que es la escritura. Que Hladík sienta el impulso de dramatizar su final puede ser consecuencia de su visión teatral del mundo.
Sin embargo, esta percepción del mundo como teatro se halla en conflicto la idea de que la realidad está separada de la ficción o que, más precisamente, esta última contradice y niega a la primera:
Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. (El milagro secreto 141)
Hladík teme la capacidad profética de la escritura y esto puede ser un indicio de su timidez al escribir. Hasta el momento, él ha sido un traductor y un comentarista, pero no se ha afirmado como escritor, quizá porque no ha resuelto los conflictos entre las ideas de realidad y de ficción, porque aún siente temor de que la ficción se compenetre con la realidad. El miedo a su propia escritura sólo podrá ser vencido cuando la muerte se convierta en una presencia crítica.
Antes de esta revelación, el dramaturgo intenta negar el poder de la escritura. En efecto, en un principio la muerte parece convertirse en excusa para su obra inconclusa: “A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar” (El milagro secreto 141). Observemos que el narrador anota inmediatamente que: “[e]l veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos” (El milagro secreto 141). Las consideraciones son “abyectas” porque el escritor pretende encontrar en la muerte una justificación para renunciar a su papel. La llegada de las vísperas de su ejecución produce una urgencia: la de acabar su drama Los enemigos para definir el sentido de su existencia.
Hladík siente por fin que su obra es demasiado pobre como para justificar su vida y su muerte:
Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura (El milagro secreto 142).
Podemos derivar entonces que el sacrificio de Hladík carece de valor porque los nazis van a dar muerte a un escritor que se percibe a sí mismo como secundario. Sin embargo, es importante anotar que, dentro de su obra conclusa, Hadlík encontraba “menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton” (El milagro secreto 142) Vindicación de la eternidad evoca, por cierto, Historia de la eternidad (y esto enfatiza la relación entre Borges y Hladík, junto con otros detalles como la edad y la disconformidad con su obra temprana) pero también señala la preocupación del dramaturgo por el tiempo. Estas reflexiones sobre el tiempo circular y la inmovilidad ensayadas en Vindicación de la eternidad se volcarán con lucidez en Los enemigos.
Gracias al milagro secreto operado por Dios, Hladík podrá escribir Los enemigos y construir una obra de pleno sentido que pueda oponerse a la muerte banal que le imponen sus ejecutores. El título anuncia una estructura mítica. El drama, en efecto, opera sobre la base del modelo de la hostilidad hasta convertirlo en una neurosis. Como es evidente, el sentido de la enemistad se encuentra en la oposición, lo que significa que el enemigo se define gracias a la existencia de su contrario. En el drama de Hladík, esta necesidad de involucrarse en la enemistad para afirmar la propia identidad se convierte en una enajenación radical, como consecuencia de la cual el enemigo se involucra en la personalidad del rival de un modo obsesivo y cíclico. Jaroslav Kubin, el protagonista, ha adquirido la personalidad del barón de Roemerstadt y está condenado a vivir una escena que se repetirá indefinidamente.
La idea de un objeto que causa una obsesión y que aliena al sujeto al punto de apartarlo de la realidad se halla también desarrollada en los cuentos El Zahir y El libro de arena. En El Zahir una moneda baladí se apodera de la mente del personaje, mientras que en El libro de arena un volumen inverosímil desestabiliza el retiro y la quietud de un lector, quien debe aceptar la existencia de un texto inagotable.
Obsérvese que tanto en el imaginario drama Los enemigos como en El Zahir y El libro de arena se halla presente el peligro de desplazar el sentido de realidad, de apartarse de la situación en la que se desarrolla la existencia. Este es un motivo que se opone, por cierto, a la crítica que convierte a Borges en un autor “irrealista”. Nancy Kanson opina, en efecto, que “[l]os textos de Borges revelan una búsqueda de autonomía ficcional en la que carece de importancia o, mejor dicho, deja de existir, el mundo extratextual” (5). Pero esto es exactamente lo contrario a lo que ocurre en los cuentos de Borges y, como lo podemos ver ahora, en El milagro secreto. Jaromir Hladík debe enfrentar un hecho perfectamente real como la muerte; está, por tanto, marcado por su aquí y su ahora. La definición crucial de su existencia ha de definirse en la conclusión de su escritura. Mientras que críticos como Kanson parten de la separación entre realidad textual y extratextual (una idea que, por cierto, Hladík está por redefinir hacia el amanecer del veintiocho de marzo de 1939); en Borges el texto se convierte en estructurador de la experiencia. La ficción entra en la realidad no para sustituirla, sino para darle forma. Este es, precisamente, el desafío que debe resolver Hladík, quien descubre la clave para no temer a su propia escritura.
Los enemigos guarda, claramente, similitudes con los artificio borgianos. No en vano el narrador afirma que “Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte” (El milagro secreto 142). Esta postura estética de Hladík se asemeja, evidentemente, a la de Bertolt Brecht. El distanciamiento permite que la obra no se convierta en un simulacro y de este modo pueda expresar el sentido. Así, el drama Los enemigos da forma a un tipo de hostilidad neurótica y, al estar construido como artificio, permite que esta forma permita la comprensión no solamente del tipo de hostilidad que preconiza Kubin, sino de cualquier enemistad análoga.
Kubin expresa un tipo de enemistad que combina el deseo de apropiarse de lo que el rival posee y de eliminarlo. Convertida en fijación, la envidia secreta opera como motor que desencadena el delirio, delirio que, finalmente, termina por destruir al envidioso. El miserable Jaroslav Kubin puede así expresar la obsesión nazi con la apropiación y el exterminio de judaísmo. Hladík es condenado por escribir como judío y, por tanto, lo que lo condena es pertenecer a un espacio de la cultura europea que es codiciado y que debe ser eliminado.
Es importante resaltar que la trascendencia de lo que está por ocurrir durante el fusilamiento de Hladík contrasta severamente con una realidad prosaica, diferente a las aventuradas puestas en escena que el dramaturgo había previsto:
Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados—alguno de uniforme desabrochado—revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. (El milagro secreto 145)
Las circunstancias de la muerte, contrariamente a lo imaginado por Hladík, no señalan nada apoteósico.
Este detalle cobra un sentido especial al ser contrastado con el tiempo secreto concedido por Dios. Como el narrador había señalado hacia el principio del relato, los nazis querían proceder siguiendo el “deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas” (El milagro secreto 140). La muerte del judío debía carecer de significación especial para darle la posibilidad de convertirla en martirio. Pero en la dimensión íntima, se estaba creando una obra de arte que denunciaba la miseria del nazismo, su carácter pobre y limitado que se reducía a una obsesión circular.

Deutsches Requiem
El epígrafe de Deutsches Requiem (“Aunque él me quitare la vida, en él confiaré” Job 13:15) indica uno de los motivos del cuento: la necesidad de encontrar sentido al sufrimiento. En este caso, Otto Detrich zur Linde busca, a través de un ensayo autobiográfico, ofrecer a su muerte un significado trascendental. Como veremos, Linde, aunque admite que va a ser fusilado por “torturador y asesino” (Deutsches Requiem 93-94) figurará su muerte como un martirio necesario para continuar con la tarea heroica de limpiar a la humanidad de la piedad judía.
Es significativo que Otto Dietrich zur Linde se muestre desde una genealogía militar, que abarca tanto el lado materno como el paterno. Afirma que uno de sus antepasados “murió en la carga de caballería que decidió la victoria de Zorndof” (Deutsches Requiem 93), que su “bisabuelo materno fue asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores franceses” (Deutsches Requiem 93) y que su padre “se distinguió en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio” (Deutsches Requiem 93).
Hay dos detalles que contrastan con esta relación. El más evidente es la nota a pie de página del editor que señala que:
Es significativa la omisión del antepasado más ilustre del narrador, el teólogo y hebraísta Johannes Forkel (1799-1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología y cuya versión literal de algunos de los libros apócrifos mereció la censura de Hengstenberg y la aprobación de Thilo y Geseminus. (Deutsches Requiem 93)
Esta primera aparición del editor revela que el texto ha quedado como testamento del condenado y que ha sido objeto de una revisión crítica. La presencia de esta nota, además, desestabiliza la solidez de la estirpe que se atribuye a sí mismo Linde. Otras notas a pie de página servirán también para crear una tensión entre la voz del narrador y la de un lector crítico, así como para mantener presente que la escritura autobiográfica implica una labor de ficcionalización y selección de la información, que deja de lado aquello que pueda poner en crisis el sentido central del relato. Antonio Gómez observa que, gracias al efecto producido por estas glosas, “Deutsches Requiem deja de ser un cuento que recrea, sin más, las confesiones de un nazi, para convertirse en la tensión dramática, sutil pero clara, que se establece entre esa confesión y su editor” (146).
El segundo detalle que contrasta con esta operación de filiación a través de la genealogía es el destino que recayó sobre Linde. A diferencia de los antepasados con los que busca enlazarse, él no destaca en la vida militar. En efecto, una mutilación sufrida en Tilsit el primero de marzo de 1939 lo aleja de la guerra y lo lleva a ser nombrado subdirector de un campo de concentración.
Este episodio señala un claro punto de inflexión a partir del cual Linde distancia su destino de aquel de sus antepasados. Ello al punto de que le exige una detenida reflexión. Linde, en efecto, se empeña por demostrar que su la tarea que ahora le tocaba asumir no requería de menos sacrificio que el de sus antepasados:
Al fin creí entender. Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades; más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov. (Deutsches Requiem 98)
La empresa de Raskolnikov es, por cierto, el asesinato de la anciana y la capacidad de despojarse de piedad. Para Linde, ejercer la tortura implica una transformación y un acto de limpieza mucho más radicales que la participación valerosa en una batalla:
El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa mutación es común, entre el clamor de los capitanes y el vocerío; no así en el torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. (Deutsches Requiem 98)
Quizá debido a esta capacidad de reconocer un sentido de renovación moral al exterminio y la tortura, Linde es capaz de decir que “desde el principio, yo me he declarado culpable” (Deutsches Requiem 94).
Esta aclaración tiene mucho significado para comprender el sentido de la biografía que busca elaborar Linde. Uno de los detalles más conocidos de los juicios de Nurenberg es que los inculpados excusaron su responsabilidad en el hecho de que cumplían órdenes. Ya derrotados, los líderes nazis pretendieron así borrar el discurso con el que justificaban sus actos. Linde se convierte así en un caso anómalo. Al admitir su culpa prefiere vindicar su papel y brindar así una perversa lección moral: para afirmar el sentido de sus crímenes se declara culpable ante el tribunal, el cual, curiosamente además, según su punto de vista, “ha procedido con rectitud” (Deutsches Requiem 94). Gracias al elogio de la crueldad y la impiedad que vendrá más adelante, podremos entender que “la rectitud” con la que actuó el tribunal fue la de haber sido capaz de renunciar toda forma de compasión. Linde intenta así ser consecuente con sus ideas: si él no practicó la piedad con sus víctimas, considera virtuoso que que tampoco se la aplique a él.
Unas pocas líneas más adelante, sin embargo, se produce una interesante contradicción. Como un modo de explicar las razones que lo llevan a escribir, afirma: “[n]o pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido” (Deutsches Requiem 94). Podemos salvar esta contradicción observando que Linde se ha declarado culpable, pero que no se siente culpable. Ello puede significar que no le interesa tanto vindicarse ante sus verdugos (a pesar de que acepta el papel que cumplen) sino ante algún lector que extraiga la lección de que lo importante es el triunfo de la violencia, no quién ocupe las posiciones de víctima y victimario.
La autobiografía, en efecto, se dirige a lograr esa demostración.
Para ello, figura la manera en que progresivamente el personaje se adhiere a la nueva moral. Linde cuenta que nació en 1908 y sugiere que tuvo una infancia infeliz, aliviada por la música y la metafísica (Deutsches Requiem 94). Tres nombres marcan en la infancia y la primera juventud el carácter del protagonista: Brahms, Schopenhauer y Shakespeare. El homenaje a estos tres hombres busca el patetismo: “Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable” (Deutsches Requiem 95).
La lectura de Spengler y Nietzsche, a los diecinueve años, será decisiva para aproximarse a la idea de una revolución moral. No se debe, por cierto, asumir como natural que el acceso y la identificación con ambos autores conduzca hacia el nazismo. Lo interesante es observar que, si seguimos fielmente la versión de Linde, él llega a adherirse al partido más por sus lecturas que por sus experiencias fuera de la lectura. Su concepción de la vida y su fe ciega en la urgencia de una revolución moral se urde desde la lectura. Debido a que él mismo señala que sus primeros años fueron “infaustos” (Deutsches Requiem 94), podemos interpretar que Nietzsche y Spengler le sirven al personaje como modelos para explicar y dar sentido a su infelicidad. El señalamiento de la decadencia de Occidente y la promesa de un orden nuevo ofrecen a Linde la posibilidad de eliminar su individualidad y econtrar valor a su existencia como parte de una gran hecatombe:
Poco diré de mis años de aprendizaje. Fueron más duros para mí que para muchos otros ya que a pesar de no carecer de valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos. (Deutsches Requiem 96)
La desintegración de la individualidad producida por el totalitarismo es uno de los aspectos de estas ideologías que a Borges más le producía abominación. Linde, por el contrario, encuentra en el procedimiento de anulación de la personalidad una forma de liberarse de la infelicidad.
En este punto, el contraste con Hladík resulta revelador. Mientras que para el judío checo la lectura y la escritura son modos de afirmarse personalmente y de involucrarse en una experiencia única, para el nazi, la lectura y la escritura llevan a la destrucción de lo personal. El nazi, desprendido de individualidad, justifica sus actos en razón de una poderosa metafísica que disuelve su responsabilidad. Permitirse la misericordia es, dentro de su perspectiva, una vana presunción, pues implica contrariar una voluntad trascendental que se encuentra más allá del individuo.
La expectativa de participar del combate se ve interrumpida por los disturbios de Tilsit que, como ya expliqué, señalan un quiebre crucial en la perspectiva que el personaje había figurado sobre su destino. A partir de este hecho, Linde regresa al estado de infelicidad de sus primeros años juveniles y debe resituarse en un nuevo papel.
Al narrar los sucesos que lo dejaron discapacitado, una nota del editor afirma que “[s]e murmura que las consecuencias de esta herida fueron muy graves” (Deutsches Requiem 97). Las consecuencias “muy graves” de una mutilación en la pierna, al punto que se confinan a la murmuración, sugieren, por cierto, una castración (Gómez 146).
En muchos otros cuentos de Borges está sugerida la idea de que un acto cifra la vida de un personaje. En el caso de estos personajes, el acto no solamente debe ser ejecutado, sino que debe ser narrado. Para Linde, la llegada al campo de concentración de un tal David Jerusalem produce un desafío crucial. El torturador declara una singular admiración por la obra de este poeta del cual se dice “Era éste un hombre de cincuenta años. Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio a cantar la felicidad” (Deutsches Requiem 99). Actuado como crítico de su obra, Linde afirma que “Whitman celebra el universo de un modo previo, general, casi indiferente; Jerusalem se alegra de cada cosa, con minucioso amor. No comete jamás enumeraciones, catálogos” (Deutsches Requiem 99). Como veremos más adelante, este estado de felicidad que expresaba la poesía de Jerusalem, en contraste con el sufrimiento padecido en su vida, puede ser una clave para comprender la relación que Linde establece con su víctima.
Muy significativamente, la narración de la tortura de Jerusalem enfatiza las marcas de la narratividad, porque la escritura de Linde, en este punto, se expone como particularmente artificiosa. A Linde le importa el sentido trascendental del acto y su significación moral, no las circunstancias concretas. Por ello, gracias a dos evidencias notorias sabemos que concentra en una figura ficticia el acto (que para él tiene un sentido heroico) de haber anulado toda forma de compasión. Estas evidencias son un nombre emblemático, una descripción prototípica y una nota del editor.
La descripción física de Jerusalem no puede ser más evidentemente artificial: “era el prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los depravados y aborrecidos Ashkenazim” (Deutsches Requiem 99). La nota a pie de página no hace sino confirmar esta lectura: “Ni en los archivos ni en la obra de Soergel figura el nombre de Jerusalem. Tampoco lo registran las historias de la literatura [...] ‘David Jerusalem’ es tal vez un símbolo de varios individuos. Nos dicen que murió el primero de marzo de 1943; el primero de marzo de 1939, el narrador fue herido en Tilsit” (Deutsches Requiem 100).
El paralelo que el editor sugiere entre la fecha de la muerte de Jerusalem y la herida de Linde permiten replantear el discurso del nazi, quien se empeña, como hemos visto, en justificar su labor en una metafísica que anula su individualidad. La justificación trascendental de sus crímenes es desestabilizada por la observación de que sus actos pueden ser, en realidad, fruto de un resentimiento profundo que sólo puede saciarse en el exterminio del enemigo a través de un método particularmente cruel. Linde está marcado por un trauma que no se atreve a revelar y que le causa una obsesión. Su castración física se convierte en una seña manifiesta de sus frustaciones. Ello permite que tenga mucho sentido el método de tortura que elige para Jerusalem:
Fui severo con él; no permití que me ablandaran ni la compasión ni su gloria. Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de Hungría? Determiné aplicar ese principio al régimen disciplinario de nuestra casa y 4... A fines de 1942, Jerusalem perdió la razón; el primero de marzo de 1943, logró darse muerte. (Deutsches Requiem 97-98)
La nota a pie de página marcada con el número 4 dice: “Ha sido inevitable, aquí, omitir algunas líneas. (Nota del editor.)” (Deutsches Requiem 100).
La censura del editor permite concentrar la mirada en las relación entre la víctima y el victimario y menos en el tenebroso acto de tortura. El editor parece evitar que busquemos un placer perverso en conocer los detalles del crimen y que nos observemos que lo realmente perverso está en la forma en que esos procedimientos son dotados de sentido.
La idea de que una obsesión, por banal que fuese, pone en peligro al sujeto y lo enfrenta al horror se desarrolla también en otros cuentos como El Zahir y El libro de arena. Mientras que Jerusalem parece ser un hombre aliviado de sus penas, capaz de cantar con alegría sobre el universo entero, Linde es un personaje incapaz de resolver sus traumas y que se encuentra en una relación de admiración y envidia por el otro. Mediante este extraño procedimiento de tortura, Linde logra transmitir su estado obsesivo, su neurosis, a su víctima.
La relación entre Linde y Jerusalem se muestra así intensamente problemática porque víctima y victimario no son dos entidades distintas, sino compenetradas. De modo perverso, Linde en efecto se identifica con su víctima y convierte a la tortura en un modo de exorcisar sus frustraciones:
Ignoro si Jesusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable. (Deutsches Requiem 100)
Obras citadas
Aizenberg, Edna. “Postmodern or Post-Auschwitz. Borges and the Limits of Representation”. Variaciones Borges 3 (1997): 141-52.
Balderston, Daniel. ¿Fuera de contexto? Referencialidad histórica y expresión de la realidad en Borges. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 1996.
Borges, Jorge. “El milagro secreto”. Ficciones. Bogotá: Oveja Negra. 1997 [1947]. 139-47.
---. “Deutsches Requiem”. El Aleph. Madrid: Alianza Editorial. 93-103.
Gómez, Antonio. “En los márgenes de Borges: Las notas a pie de página en Deutsches Requiem y Pierre Menard”. Variaciones Borges 12 (2001): 139-65.
González, José Eduardo. Borges and the Politics of Form. New York, London: Garland Publishing, 1998.
Kason, Nancy. Borges y la Posmodernidad. Un juego de espejos desplazantes. México D.F: U Nacional Autónoma de México, 1994.

Dedicado a la obra de Jorge Luis Borges

Este blog estará dedicado a la obra de Jorge Luis Borges. Intentaremos destacarlo como modelo de una ética y de una estética, y los problemas que ello acarrea.

Este blog es obra de quienes aparecen mencionados como sus contribuidores, no de una persona en particular.