martes, mayo 03, 2005

El hacedor: mitos, espejos y variaciones

DANIEL SALAS

En 1946
[i], durante el gobierno de Perón, Borges fue destituido del puesto que ocupaba como director de la Biblioteca Nacional y fue nombrado inspector de aves. Cuando fue a interrogar en la Intendencia por este súbito cambio de puesto, encontró en una de las oficinas de esa dependencia un cartelito con la inscripción “Déle, déle”. En una cena de desagravio ofrecida por sus amigos escritores, Borges refirió dicha anécdota. En un momento de su discurso pronuncia estas palabras:
No recuerdo la cara de mi interlocutor, no recuerdo su nombre, pero hasta el día de mi muerte recordaré esa estrafalaria inscripción. ‘Tendré que renunciar’ repetí, al bajar las escaleras de la Intendencia, pero mi destino personal me importaba menos que ese cartel simbólico.
No sé hasta dónde el episodio que he referido es una parábola. Sospecho, sin embargo, que la memoria y el olvido son dioses que saben bien lo que hacen. Si han extraviado más, y si retienen esa absurda leyenda, alguna justificación las asiste. La formulo así: las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez [...] Combatir estas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor (Ficcionario 224).
En este episodio de su biografía podemos comprobar cómo la forma en que Borges plasma su propia experiencia está íntimamente ligada con su poética.
Para explicarlo, debo resaltar dos hechos. El primero, el que Borges hallara en un insultante cartel una frase que, desde su punto de vista, resumía el estado de deterioro moral al que veía sometida Argentina. Ello nos demuestra que ese gusto de Borges por encontrar emblemas, hechos o frases que cifran un carácter no es un procedimiento meramente lúdico o verbal. Borges, por el contrario, propone que este procedimiento es una manera de ver el mundo. El segundo hecho es la manera en que Borges convierte una experiencia de su vida en una fábula. Esta ficcionalización de un pasaje biográfico demuestra la conciencia que tenía Borges de la relación entre vida y narrativa. La narrativa es una manera de poner en forma los hechos. El acto de narrar, por lo tanto, está íntimamente vinculado con el sentido de la experiencia.
Esta introducción me sirve para ingresar a un libro “menor” de la obra borgiana
[1], como es El hacedor. Publicado en 1960, en el epílogo de este libro Borges declara que “[d]e cuantos libros he dado a la imprenta, ninguno, creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada silva de varia lección, precisamente porque abunda en reflejos e interpolaciones” (155). La palabra “reflejo” es muy cercana a “reflexión”; mientras que la palabra “interpolaciones” es sin duda una manera menos prosaica de decir “intertextualidad”. Siendo el universo literario borgiano un universo fundamentalmente textual, en el cual los personajes son lectores obsesos o sujetos que se construyen como personajes a través de sucesivas máscaras, no nos debe asombrar ni lo primero ni lo segundo.
Por un lado, la reflexión nos conduce al espejo (objeto obtusamente mimético y, por tanto, emblema de lo opuesto a la poética borgiana), pero también a la observación de uno mismo; por otro lado, la intertextualidad, elemento omnipresente en las anteriores ficciones de Borges, se convierte en El hacedor en un asunto a ser cabalmente escrutado. Tomando como base estas dos claves, voy a demostrar de qué manera el argumento central de las heterogéneas páginas de El hacedor es el examen del escritor sobre su propia escritura y, con ello, de los materiales que la componen. El hacedor es, por decirlo de una manera, una visita al taller del escritor, un acceso a las varias herramientas con las que compone su labor. Dos de esas herramientas que voy a analizar en este ensayo son la relación entre vida y escritura y el mito como dispositivo organizador y estructurador de la experiencia biográfica o histórica.
El hacedor, la primera prosa que da nombre a este libro, puede ser interpretado como un brevísimo bildungsroman que tiene como personaje a Homero quien, por cierto, es también una figura mítica. En el relato, la llegada de la ceguera permite encontrar un sentido a dos experiencias de la infancia y la juventud: ese sentido consiste en poder convertirse en el autor de la Ilíada y la Odisea conjugando el amor y el riesgo. La revelación se debe a la reinterpretación de dos recuerdos disímiles, aparentemente inconexos: un duelo infantil que lo obliga a empuñar un cuchillo y un primer amor. La pérdida progresiva de la visión, es decir, un trastorno profundo en su relación con la percepción del mundo, le ofrece al escritor una oportunidad para reexaminar el sentido del pasado y proyectarse un destino que, en el caso de Homero, es claramente glorioso.
Los paralelismos con la propia ceguera de Borges son evidentes. La ceguera no es tan solo una marca biográfica, sino también un rasgo que inevitablemente se plasma en la relación del escritor-lector con la literatura. En Poema de los dones, Borges interpreta la ceguera como una maestría “De Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche” (71). Aquí, la figura de Borges, funcionario de la Biblioteca Nacional, se hace paralela a la de Paul Groussac, quien también fue un bibliotecario atacado por la ceguera. Este paralelismo se plantea primero enigmáticamente en la mitad del poema: “Algo, que ciertamente no se nombra / Con la palabra azar, rige estas cosas; / Otro ya recibió en otras borrosas / Tardes los muchos libros y la sombra” (72). La identidad del poeta se desdobla, ya que las experiencias paralelas convierten a Groussac y Borges en un mismo ser que es plural: “¿Cuál de los dos escribe este poema / De un yo plural y de una sola sombra?” (72).
Además de autoría paralela, el escritor propone una autoría concéntrica, en la cual el autor, un dios menor, es a la vez la creatura de un dios mayor. Esto lo encontramos en Ajedrez. En este célebre poema, las figuras del tablero viven en un mundo separado del jugador y, por tanto, desconocen que su destino es señalado por una voluntad superior y ajena. Pero esta comprobación da pie a otra posibilidad: que a su vez el jugador sea una simple pieza movida por otra voluntad aun mayor y así ad infinitum. En Everything and Nothing, Shakespeare se apropia de identidades y las crea en su desesperada búsqueda de ser alguien. Finalmente, desalentado, se retira de la vida teatral. Al morir, le reclama a Dios que le confiera una identidad. Sin embargo, descubre que él mismo es un sueño de Dios, quien tampoco posee identidad fuera de su creación. Esta parábola propone que la escritura implica un enmascaramiento que permite conjurar la ansiedad de la ausencia de identidad y sentido. La búsqueda de ser alguien fuera de esa operación textual no es posible. Esta idea, por cierto, ya había sido desarrollada en Las ruinas circulares.
Si la escritura y la lectura (dos operaciones que en Borges son inseparables) dan forma a la experiencia y la identidad, entonces podemos comprender de qué manera se difuminan las fronteras que separan ficción y realidad. No se trata simplemente de la actitud lúdica de convertirse a sí mismo en personaje; detrás de ello, yace la conciencia de la narración de la experiencia es la definición del sentido de esa experiencia. Esto se muestra patentemente en Borges y yo, relato en el que el autor se desdobla en el personaje público y en el privado: “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas” (69) dice al inicio de esta prosa y describe a ese otro como el que aparece mencionado en las enciclopedias y en las ternas de profesores. Más adelante, reflexiona de qué manera ese “otro Borges” es en realidad un personaje: “Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor” (69). El Borges público es, por lo tanto, una máscara. Deberíamos derivar, en consecuencia, que el Borges privado debería ser el auténtico. Sin embargo, esta relación aparentemente complementaria y sin contradicciones esconde un problema: por un lado, el narrador dice “yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica” (69). Tratando de alejarse del Borges público buscando nuevos motivos en la escritura, se ve invadido otra vez por el personaje: “Hace años yo traté de librarme de él y pasé de la mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas” (70). El narrador se da cuenta de que en el momento en que el Borges privado escribe, se convierte inevitablemente en ese otro que es el personaje escritor. Entonces ¿quién escribe la página que estamos leyendo? La conclusión a la que se llega es inevitable: “No sé cuál de los dos escribe esta página” (70). Borges no puede escapar de Borges porque su definición se produce a través de la escritura. Otros dos relatos breves, Un problema y Parábola de Cervantes y de Quijote, son variaciones del problema de la relación entre realidad y ficción. En el primero, el narrador nos propone imaginar cómo reaccionaría el Quijote si en una de sus aventuras hubiera provocado la muerte de uno de sus enemigos. La muerte funciona aquí como una invasión radical de la realidad en un mundo creado como texto, en el cual Alonso Quijano asume el papel del Quijote. Si ese mundo ficticio es producto de la locura “nada especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de Don Quijote la muerte no es menos común que la magia” (41-42). Los problemas más interesantes surgen si la ficción de ser Don Quijote no son producto de una locura, sino de la proyección imaginativa de Alonso Quijano. En este segundo caso, la muerte perturbaría sin duda la ficcionalización que Alonso Quijano hacía de sí mismo. En Parábola de Cervantes y de Quijote, el narrador reflexiona sobre los efectos de la escritura en los escenarios del escritor. Cervantes coloca a su delirante personaje en un mundo que él conoce como prosaico (la España del siglo XVII) para que ese terreno contraste con sus maravillosas aventuras imaginarias. Para el soñador y el soñado, el autor y el personaje, dice Borges: “toda esa trama fue la oposición de dos mundos: el mundo irreal de los libros de caballerías, el mundo cotidiano y común del siglo XVII” (51-52). Pero con el paso de los años, ese escenario adquiere magia literaria precisamente por la escritura de la novela y, así:
No sospecharon que los años acabarían por limar la discordia, no sospecharon que la Mancha y Montiel y la magra figura del caballero serían, para el porvenir, no menos poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto.
Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo el fin. (52)
Como voy a explicar a continuación, el mito aparece como otra de las herramientas del escritor que le permiten estructurar el sentido.
En efecto, en Arte Poética se dice:
Ver en el día o en el año un símbolo
De los días del hombre y de sus años,
Convertir el ultraje de los años
En una música, un rumor y un símbolo.
La escritura transforma en música, rumor y símbolo y de esta manera convierte la experiencia en experiencia poética, es decir, le confiere significado.
Ya he señalado en la anécdota de la Intendencia cómo la vida se expresa como parábola para hacerse inteligible. En El hacedor Borges convierte ciertas circunstancias biográficas en figuras parabólicas. Una de ellas, como ya he explicado, es la ceguera. Pero también encontramos la amistad con Macedonio Fernández (Diálogo sobre un diálogo) y Alfonso Reyes (In memoriam A.R.) e incluso las uñas como símbolo de una reproducción inútil (Las uñas).
No solo la experiencia personal. También la historia es estructurada a través del mito para convertirla en parábola. Ello ocurre en Dialogo de muertos en donde las figuras de Juan Facundo Quiroga y Juan Manuel de Rosas discuten en un mundo supraterrenal cómo han de ser comprendidos los actos del segundo. La conversación permite entrever una traición (Quiroga y Rosas pelearon juntos) y, en efecto, en la historiografía argentina se sospecha que el asesinato de Quiroga fue cometido por los secuaces de Rosas. La discusión gira en torno a cómo ambos personajes han sido recogidos por la historia. En un momento Quiroga afirma:
Mi victoria fue de lanzas y de gritos y de arenales y de victorias casi secretas en lugares perdidos. ¿Qué títulos son esos para el recuerdo? Yo vivo y seguiré viviendo por muchos años en la memoria de la gente porque morí asesinado en una galera, en el sitio llamado Barranca Yaco, por hombres con caballos y espadas. A usted le debo ese regalo de una muerte bizarra, que no supe apreciar en aquella hora, pero que las siguientes generaciones no han querido olvidar. No le serán desconocidas a usted unas litografías muy primorosas y la obra interesante que ha redactado un sanjuanino de valía (36-37).
En el diálogo, Rosas es figurado como el emblema del cobarde y del traidor, opuesto a la figura brava de Quiroga. Rosas, quien no puede encarar las inquisiciones y los reproches de su ex compañero de armas, responde con soberbia: “A mí me basta ser quien soy […] y no quiero ser otro” (38). En Rosas, la infamia es representada como una cualidad intrínseca. La infamia tiene su lugar en el mito y ello hace que Rosas pueda ser intercambiado por Perón: ambos son personajes que cumplen el mismo papel.
En efecto, Perón como cifra de la ruindad aparece mencionado en El simulacro. En este relato, un hombre llega a un pueblo del Chaco y coloca sobre un féretro una muñeca rubia. El hombre vela a la muñeca y, a cambio, recibe de hombres y mujeres del pueblo “mi pésame, General” (31) más dos pesos en una alcancía. El narrador afirma que “a muchos no les bastó venir una sola vez” (32). La exégesis del mismo narrador sobre esta extraña anécdota es bastante explícita:
La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez, sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet. El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva, sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología (32)
En Borges la organización de la historia es mítica porque se estructura sobre la base de la repetición.
En La trama encontramos este mismo razonamiento, con una evidente entonación humoristica: la frase “¡tú tambien, hijo mío!” atribuida a César al reconocer a Bruto como partícipe de la conjura, se convierte diecinueve siglos despues en “¡pero, che!” en la boca de un gaucho que reconoce entre sus asesinos a uno de sus ahijados. El narrador dice de ese gaucho que “[l]o matan y no sabe que muere para que se repita una escena” (39).
En In memoriam J.F.K.
[2] nuevamente vemos a un suceso histórico narrado como mito.
En este texto, la bala que mató a John F. Kennedy es un objeto que transmigró a distintas formas para repetir un mismo crimen con distintos avatares: la muerte el del presidente del Uruguay en 1897, la de Lincoln, la de Gustavo Adolfo de Suecia, la de visires orientales, la de los defensores del Álamo, la de una reina, la de Cristo, la de Sócrates y, finalmente, la de Abel. Postular la repetición de la escena es posible porque cada uno de esos avatares está estructurado sobre la misma forma mítica. Por ello, cuando el narrador afirma en La trama que “[a]l destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías” (39) ello no significa que la historia posea una agencia (es decir, que la historia, mágicamente, desee, busque o quiera la repetición) sino que la inteligibilidad de los hechos sólo puede adquirirse mediante una forma narrativa.
He querido demostrar que los breves y heterogéneos textos que componen El hacedor desarrollan al menos dos motivos presentes en la poética borgiana: el de la relación entre vida y escritura y el del mito. Por supuesto, podemos señalar otros más, como el de los espejos (presente, por ejemplo, en Los espejos velados, Los espejos y Arte poética) y el de la relación problemática entre lenguaje y mundo (Parábola del palacio, La luna, Ariosto y los árabes, A un viejo poeta, El tigre). Si la obra de Borges esta constantemente marcada por el problema de la lectura y la escritura, en El hacedor esa problematización se ofrece de una manera singular distinta de libros anteriores, a saber, mediante el examen de los elementos que informan esa poética. El título mismo pone como figura central del libro al autor y su hechura.

Obras citadas
Borges, Jorge Luis. El hacedor. Barcelona: Alianza Editorial, 1960
---. Ficcionario. Ed. Emir Rodríguez Monegal. Mexico D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1985.
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[1] Las tan solo dieciséis entradas que hallamos en el católogo del MLA sobre este libro demuestran, en efecto, que ha merecido poca atención.
[2] La muerte de John F. Kennedy, a la que alude esta prosa, se produjo en 1963. Entendemos que este breve texto debió haber sido añadido después de la primera ublicación de El hacedor, que fue en 1960.
[i] En la versión original de este texto, consignaba erróneamente la fecha de 1958. La observación del error se la debo a Miguel Rodríguez-Mondoñedo. Sin embargo, el discurso titulado "Déle, déle" es fechado como perteneciencie a 1958 por Emir Rodríguez Monegal.

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